Reflexiones sobre un cuadro de Edward Hopper.
Habitación en Nueva York. 1932.
Sheldon Museum of Art. Nebraska

El cuadro surge de la luz eléctrica. Pocos cuadros como este, donde toda la escena está anclada a la luz artificial. De hecho, la luz es la protagonista, si la luz se apagase, no habría cuadro, no existiría. Hopper procede como Caravaggio, señala solo las partes que quiere destacar. Hopper nos ofrece un plano medio casi hiriente en su sorprendente atonía, la insulsez humana.
Dicen que Caravaggio hacía posar a los figurantes durante jornadas interminables, escondidos estos en las partes más recónditas de la casa y tapaba toda la luz de las ventanas, solo descorriendo la luz cenital que más le interesaba, esa que creaba el chiaroscuro y se desparramaba sobre los músculos, los miembros, los cuerpos en incómodas posiciones.
Hopper depura su manera de proceder, acorta el foco de interés: va desmigando toda la composición hasta ofrecernos la imagen, el fotograma de una película de un solo plano, ese que le interesa, en el que el texto se hace fundamental; la influencia cinematográfica es sorprendente. Este cuadro se adelanta más de tres décadas a la película de Hitchcock: La ventana indiscreta, (Rear Window,1954), la ventana trasera, esa que a nadie interesa esconder, no la de la fachada, sino esa que da al patio, donde tendemos nuestra ropa, donde discutimos, donde comemos solos, pero no nos importa porque nadie va a verlo.
Fotograma de La ventana indiscreta, Alfred Hitchcock, (1954).
Hopper nos dicta el texto cromático de ese discurso que no oímos, estamos demasiado lejos para escuchar lo que dicen o lo que acaban de decir porque no parece que hablen: él mira un periódico y ella toca indolente las teclas del piano, no se miran, no hay contacto, parecen estar en una sala de espera dentro de su propia casa, están esperando a que algo suceda en sus vidas, pero no pasa, el instante detenido infinitamente. La frialdad de la escena desciende de la luz que viene de arriba, crea el calor conforme se acerca al vestido rojo de la mujer, y se enfría debajo de la mesa donde se hace sombra. El reflejo de luz artificial sacrificada encima de una mesa vacía. Las líneas de fuga de los personajes jamás se encuentran, de ahí la tristeza resultante del cuadro, la incomunicación humana como producto de nuestras vidas estancas que no interactúan, pero sí nos interesan, porque esta sociedad es cada vez mas voyeur, acostumbrados a compartir nuestros sentimientos a poco precio.
No reconocemos sus caras, representan la anonimia de esta sociedad, no interesa el detalle, sino el impacto, el gran texto del que se deduce la pincelada grande, despreocupada. Mirar e interpretar. La exégesis de lo cotidiano, la gran ciudad nos aboca a esto: el desconocimiento.
De hecho, todo el cuadro está formado por planos de color muy bien trenzados, pero acercándonos nos da una incómoda sensación de vacío porque la figura humana se hace color, se funde con los muebles, esa es la subestructura narrativa, la coordinación de los colores de Hopper, que ha sesgado todo el motivo para ofrecernos la escena de forma descarnada.
Peeping Tom. Buscamos el agujero por donde poder mirar a los demás, la sociedad juzga, interpreta, nos sentimos seguros haciéndolo. Este es el tema del cuadro de Hopper, la indiscreción, la vida de los demás porque las nuestras solo reflejan el vacío, la indolencia, el spleen ultrarromántico de una sociedad esclerotizada. Por eso es tan importante creer lo que vemos aunque el texto sea múltiple y siempre equívoco.
Es sorprendente la capacidad para crear una escena que con tan poco dice tanto, ya lo dijo Clement Greenberg, el creador conceptual del expresionismo abstracto, Hopper no era un gran pintor, pero era un gran artista. Sus figuras se diluyen para hacerse más reales en la distancia, de cerca casi no existen, son una evanescencia racional y psicológica, sabemos que están ahí, pero pertenecen más al mundo del recuerdo, se desvanecen. La luz es tan importante como la sombra que delimita.
Ahora siempre estará encendida su luz, su música, su olvido nocturno.
J. Fabrellas
Habitación en Nueva York. 1932.
Sheldon Museum of Art. Nebraska
El cuadro surge de la luz eléctrica. Pocos cuadros como este, donde toda la escena está anclada a la luz artificial. De hecho, la luz es la protagonista, si la luz se apagase, no habría cuadro, no existiría. Hopper procede como Caravaggio, señala solo las partes que quiere destacar. Hopper nos ofrece un plano medio casi hiriente en su sorprendente atonía, la insulsez humana.
Dicen que Caravaggio hacía posar a los figurantes durante jornadas interminables, escondidos estos en las partes más recónditas de la casa y tapaba toda la luz de las ventanas, solo descorriendo la luz cenital que más le interesaba, esa que creaba el chiaroscuro y se desparramaba sobre los músculos, los miembros, los cuerpos en incómodas posiciones.
Hopper depura su manera de proceder, acorta el foco de interés: va desmigando toda la composición hasta ofrecernos la imagen, el fotograma de una película de un solo plano, ese que le interesa, en el que el texto se hace fundamental; la influencia cinematográfica es sorprendente. Este cuadro se adelanta más de tres décadas a la película de Hitchcock: La ventana indiscreta, (Rear Window,1954), la ventana trasera, esa que a nadie interesa esconder, no la de la fachada, sino esa que da al patio, donde tendemos nuestra ropa, donde discutimos, donde comemos solos, pero no nos importa porque nadie va a verlo.
Hopper nos dicta el texto cromático de ese discurso que no oímos, estamos demasiado lejos para escuchar lo que dicen o lo que acaban de decir porque no parece que hablen: él mira un periódico y ella toca indolente las teclas del piano, no se miran, no hay contacto, parecen estar en una sala de espera dentro de su propia casa, están esperando a que algo suceda en sus vidas, pero no pasa, el instante detenido infinitamente. La frialdad de la escena desciende de la luz que viene de arriba, crea el calor conforme se acerca al vestido rojo de la mujer, y se enfría debajo de la mesa donde se hace sombra. El reflejo de luz artificial sacrificada encima de una mesa vacía. Las líneas de fuga de los personajes jamás se encuentran, de ahí la tristeza resultante del cuadro, la incomunicación humana como producto de nuestras vidas estancas que no interactúan, pero sí nos interesan, porque esta sociedad es cada vez mas voyeur, acostumbrados a compartir nuestros sentimientos a poco precio.
No reconocemos sus caras, representan la anonimia de esta sociedad, no interesa el detalle, sino el impacto, el gran texto del que se deduce la pincelada grande, despreocupada. Mirar e interpretar. La exégesis de lo cotidiano, la gran ciudad nos aboca a esto: el desconocimiento.
De hecho, todo el cuadro está formado por planos de color muy bien trenzados, pero acercándonos nos da una incómoda sensación de vacío porque la figura humana se hace color, se funde con los muebles, esa es la subestructura narrativa, la coordinación de los colores de Hopper, que ha sesgado todo el motivo para ofrecernos la escena de forma descarnada.
Peeping Tom. Buscamos el agujero por donde poder mirar a los demás, la sociedad juzga, interpreta, nos sentimos seguros haciéndolo. Este es el tema del cuadro de Hopper, la indiscreción, la vida de los demás porque las nuestras solo reflejan el vacío, la indolencia, el spleen ultrarromántico de una sociedad esclerotizada. Por eso es tan importante creer lo que vemos aunque el texto sea múltiple y siempre equívoco.
Es sorprendente la capacidad para crear una escena que con tan poco dice tanto, ya lo dijo Clement Greenberg, el creador conceptual del expresionismo abstracto, Hopper no era un gran pintor, pero era un gran artista. Sus figuras se diluyen para hacerse más reales en la distancia, de cerca casi no existen, son una evanescencia racional y psicológica, sabemos que están ahí, pero pertenecen más al mundo del recuerdo, se desvanecen. La luz es tan importante como la sombra que delimita.
Ahora siempre estará encendida su luz, su música, su olvido nocturno.
J. Fabrellas
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