Lisboa. Alguien grita mi nombre en la estación de tren. Alguien se dirige a mí sin conocerme. Una mujer despeinada, con la cara cansada y el cuerpo doblado por la fatiga, me increpa, me dice que la siga; yo lo hago sin preguntar nada. La sigo por las calles miserables, por los adoquines fragmentados por la luz blanquísima que ilumina la enorme tarde de Lisboa, esa es su redención, la luz. Ando por calles que desconozco pero que ya había visto en otros libros, calles que me son familiares, quizá porque las une la tristeza del abandono y se parecen a las calles de Madrid, o de un París lejano, o de una capital de colonias alejada de Europa, no sé, yo había estado aquí antes. La mujer me lleva a un edificio cochambroso, por mi aspecto no me podía llevar a otro lugar, la fachada muestra el cansancio de la ropa sucia, una antigua oportunidad de parecer nueva, las sábanas, las colchas, los trapos, la ropa interior raída pero pulcra, la honradez de la clase baja se muestra bien ordena...
La realidad era solo el espejo