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Leda y el cisne. Pliegos del Condestable.

Pliegos del Condestable . El  zoólogo Miranda de San Pedro escribe unas liras en admiración tanto de la poesía renacentista como del ave cisne que en mucho admiraba. (1578? ) La fecha está borrada por una mancha de humedad. Por el lenguaje utilizado y la influencia de san Juan en las liras de San Pedro, parece ser que pertenecen a esta fecha, al residir el carmelita en Jaén, pudiendo haber entrado en conocimiento con nuestro zoólogo-poeta que estudiaba la fauna de unos humedales cercanos. El cisne tuerce el cuello buscando, de la mujer, el ardiente sexo, muestra su bello cuerpo, que aún caliente, espera del aire, mentira hiriente. Casi en piedra, de furia, ella se acuesta así en breve lecho de la pasión, espuria, para el cuerpo maltrecho, y de un cisne gozar a su despecho. Del placer, su lamento, engendrados de un golpe desmedido, el dolor del tormento, de la angustia ha ya huido y el amor era largo cometido. Cansar ninfas sabía, fuera primero el cisne bestia
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Reflexiones sobre un cuadro de Edward Hopper. Habitación en Nueva York. 1932. Sheldon Museum of Art. Nebraska El cuadro surge de la luz eléctrica. Pocos cuadros como este, donde toda la escena está anclada a la luz artificial. De hecho, la luz es la protagonista, si la luz se apagase, no habría cuadro, no existiría. Hopper procede como Caravaggio, señala solo las partes que quiere destacar. Hopper nos ofrece un  plano medio casi hiriente en su sorprendente atonía, la insulsez humana. Dicen que Caravaggio hacía posar a los figurantes durante jornadas interminables, escondidos estos en las partes más recónditas de la casa y tapaba toda la luz de las ventanas, solo descorriendo la luz cenital que más le interesaba, esa que creaba el chiaroscuro y se desparramaba sobre los músculos, los miembros, los cuerpos en incómodas posiciones. Hopper depura su manera de proceder, acorta el foco de interés: va desmigando toda la composición hasta ofrecernos la imagen, el fotograma de una pel

Postales desde sitios donde estuve. Lisboa. 1997.

Lisboa. Alguien grita mi nombre en la estación de tren. Alguien se dirige a mí sin conocerme. Una mujer despeinada, con la cara cansada y el cuerpo doblado por la fatiga, me increpa, me dice que la siga; yo lo hago sin preguntar nada. La sigo por las calles miserables, por los adoquines fragmentados por la luz blanquísima que ilumina la enorme tarde de Lisboa, esa es su redención, la luz. Ando por calles que desconozco pero que ya había visto en otros libros, calles que me son familiares, quizá porque las une la tristeza del abandono y se parecen a las calles de Madrid, o de un París lejano, o de una capital de colonias alejada de Europa, no sé, yo había estado aquí antes. La mujer me lleva a un edificio cochambroso, por mi aspecto no me podía llevar a otro lugar, la fachada muestra el cansancio de la ropa sucia, una antigua oportunidad de parecer nueva, las sábanas, las colchas, los trapos, la ropa interior raída pero pulcra, la honradez de la clase baja se muestra bien ordenada e

Postales desde sitios donde estuve. París.

París. 1998. Cuando llegué a París los soldados me dieron la bienvenida. Las metralletas brillantes señalando al cielo. La Estación de Austerlitz pulcra y distante se repetía a sí misma como en una película de espías, ¿quién perseguía a quién? Afuera todo era gris, gente fría que no te mira a la cara, nosotros, mendigos del lujo para visitar los barrios ricos de París, porque pensamos que la ciudad era eso, pero París no existe, la suciedad se esconde bajo la alfombra pulcra de ciudad fotografiable debajo de las postales, París habla un francés correctísimo y un español chic de mujeres hermosas en las oficinas de la Isla de Francia, esa que se han empeñado en inventarse y que se parece tanto a lo que no es Francia, ni a París, sino más al sucedáneo de cartón piedra de una Nôtre Dame en andamios, siempre renovándose hasta parecer la copia de un original olvidado hace mucho tiempo en los souvenir de los llaveros. A cada paso un soldado sonriente señalando la pistola y el camino que d

Postales desde sitios donde estuve. La Habana.

La Habana. 2001. Cuando llegué a La Habana me golpeó el calor. Sería ese un primer aviso. La mezcla de humedad caribeña, los rostros sudorosos en el aeropuerto que buscaban clientes, a poder ser, europeos ricos para dirigirlos a un lugar que no sería el que ellos habían escogido. "A la Plaza vieja", le dije al taxista negro que se rió de mí nada más escucharme. "No chico, lo siento, no te voy a llevar allí, no llegarías a la puerta del hotel", y mostró sus dientes blancos en el espejo retrovisor. Eso era Cuba, una mirada al retrovisor. Todo lo que ya no existía estaba allí sin haber sufrido la merma del tiempo, sin problemas de coexistencia con el presente. La Cuba pobre, y aquella próspera que afectaba solo a los residentes del aparato político. La ciudad estaba pobremente iluminada, los semáforos marcaban un código que daba un aire familiar al visitante, ausencia de tráfico y gentes por las calles que miraban sorprendidos las luces del taxi soviético que apur

Postales desde sitios donde estuve. Tacuarembó.

Uruguay. Atravesamos el silencio varias veces, la tierra se extiende como una maldición a su nombre, como un miembro mas del vacío; arriba la noche, abajo el motor encendido, el paisaje igual, nadie. Nada; el peligro, los asaltantes de la noche, el coche no debe parar, no se ven luces alrededor, la carretera se extiende hasta el cielo, ya no sé si azul o negro, o gris, porque todo se reduce al vacío, todo está colocado como en la primera noche del mundo, aquella en la que se creó todo menos este paraje que solo lleva a otro páramo. Todo está conectado al temblor del volante. Queríamos estar lejos de todo, no huir de la noche, pero huíamos sin saber de qué, no quería mirar al retrovisor por ver si nos seguían, tan solo esperaba una música, pero solo había silencio. No cruzamos ríos, no veíamos animales, pero los había en la selva invisible fuera de las ventanas. Tendríamos que haber grabado esa noche, hubiese sido una gran escena, huyendo, un cigarro tras otro, algún trago furtivo q
I Sidereus Nuncius . 1610. Dibujos hechos por Galileo que plasman la luz sobre la luna y demuestran el movimiento de los astros, lo que significó el final de la era ptolemaica. La noche. Su nombre. El rastro de luz recorriendo un cuerpo celeste y ligero. Lo indecible. Los cuerpos se aman, dicen lo que callan las palabras, bocas de sangre para luna nueva. Noche nueva. Terminador. A partir de entonces se acabó la noche medieval, torturadora y cruel. La noche no existía, solo era un nombre, lo que decían los astros. Nadie lo supo, nadie lo escuchó. Galileo no tenía voz. Los Médici sí. Ellos sabían del poder de su voz callada,  gritando fuerte, definitiva. Las fieras se relamían antes del coito, después el banquete, pero copulaban siempre a la luz, su inquisición no conoce enemigos. Él pronuncia sus nombres exactos dibujando los astros, clara forma imperfecta, no sus círculos, el vacío exacto ha existido siempre, somos un error que explotó, su ruido, la onda imperceptible qu