París. 1998.
Cuando llegué a París los soldados me dieron la bienvenida. Las metralletas brillantes señalando al cielo. La Estación de Austerlitz pulcra y distante se repetía a sí misma como en una película de espías, ¿quién perseguía a quién? Afuera todo era gris, gente fría que no te mira a la cara, nosotros, mendigos del lujo para visitar los barrios ricos de París, porque pensamos que la ciudad era eso, pero París no existe, la suciedad se esconde bajo la alfombra pulcra de ciudad fotografiable debajo de las postales, París habla un francés correctísimo y un español chic de mujeres hermosas en las oficinas de la Isla de Francia, esa que se han empeñado en inventarse y que se parece tanto a lo que no es Francia, ni a París, sino más al sucedáneo de cartón piedra de una Nôtre Dame en andamios, siempre renovándose hasta parecer la copia de un original olvidado hace mucho tiempo en los souvenir de los llaveros.
A cada paso un soldado sonriente señalando la pistola y el camino que debíamos seguir. Más allá no hay nada que te interese.
En la Madeleine, en su sobriedad neoclásica, nos reciben unas sillas de esparto pobre sobre las que me siento un momento porque son lo más auténtico que he visto hasta entonces, afuera los porsche dan vueltas a una rotonda interminable, y adentro las señoras se arrodillan ante un Dios que las ha abandonado definitivamente.
París era la ciudad del amor y la luz prometían los folletos de antaño.
J. Fabrellas
Cuando llegué a París los soldados me dieron la bienvenida. Las metralletas brillantes señalando al cielo. La Estación de Austerlitz pulcra y distante se repetía a sí misma como en una película de espías, ¿quién perseguía a quién? Afuera todo era gris, gente fría que no te mira a la cara, nosotros, mendigos del lujo para visitar los barrios ricos de París, porque pensamos que la ciudad era eso, pero París no existe, la suciedad se esconde bajo la alfombra pulcra de ciudad fotografiable debajo de las postales, París habla un francés correctísimo y un español chic de mujeres hermosas en las oficinas de la Isla de Francia, esa que se han empeñado en inventarse y que se parece tanto a lo que no es Francia, ni a París, sino más al sucedáneo de cartón piedra de una Nôtre Dame en andamios, siempre renovándose hasta parecer la copia de un original olvidado hace mucho tiempo en los souvenir de los llaveros.
A cada paso un soldado sonriente señalando la pistola y el camino que debíamos seguir. Más allá no hay nada que te interese.
En la Madeleine, en su sobriedad neoclásica, nos reciben unas sillas de esparto pobre sobre las que me siento un momento porque son lo más auténtico que he visto hasta entonces, afuera los porsche dan vueltas a una rotonda interminable, y adentro las señoras se arrodillan ante un Dios que las ha abandonado definitivamente.
París era la ciudad del amor y la luz prometían los folletos de antaño.
J. Fabrellas
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