2. una furiosa heteronimia
Hicieron la casa con todo lo que sobraba de nosotros,
con el resto de nubes pétreas, de hierba recién apalabrada;
pusimos palos de escoba o de encina
para hacer los pilares más sólidamente frágiles,
más vidriosamente de hierro.
Había restos de palabras, silencio,
el orvallo oscuro de tu memoria,
plumas de un ave acuática,
cuyo nombre prefiero olvidar por el riesgo a morir recordando,
había insectos detenidos en sus fiestas verdes bajo las hojas:
estaban el insecto de siete lunares
y el coleóptero de estuche recubierto de arena.
Todos fueron enterrados en cemento,
vilmente, sin emoción alguna,
quedaron petrificados bajo la lengua de agua,
su muerte era más sólida que las palabras.
Los labios fueron enterrados,
las manos enterradas, los pies enterrados,
el barro era bello y suave.
Hubo cantos que no procedían de nadie,
no había cuerpo para acrecentar el volumen.
Hicieron algo nuevo con todo lo que había de nosotros,
crearon el futuro con restos de historia.
Un idioma de tus gritos, el camino de tus pies a intemperie,
un camino errático que conducía a la casa de los precadáveres,
la muerte inútil de la luz, la lengua hacia atrás de las palabras.
Hicieron la casa destruyéndola,
el agua de alrededor eran los cuatro ríos que habitan el paraíso de cemento.
El animal muerto cumplía la función de una hurí falsa o de neón,
desesperada y maledicente.
Éramos el peso de la nieve,
el del polvo y el del humo.
La nada absoluta,
las manos terrestres sin jugar a ser dioses precolombinos.
Eramos la totalidad de las cosas,
el ábrego y el bierzo, el monzón amable de las paredes domésticas,
la vía férrea; la fe remilgada del latrocinio,
la iglesia privada y pagana de las serpientes más ocultas,
la selva desdichada que nos recubre,
las ramas tranquilas encendiéndose a nuestra voluntad,
la casi totalidad de las cosas que no existían.
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