Intemperie. Jesús Carrasco. Seix Barral. 2013.
Joaquín Fabrellas.
El autor nos plantea un hermoso relato esculpido del magma sin forma del lenguaje a la forma del artesano, consiguiendo el matiz preciso y justo, erigiendo un hallazgo en cada proposición narrativa. Sorprende en estos tiempos de mediocridad y grandes ventas un relato tan bien cosido, tan puro en su composición sin dar lugar al adorno gratuito o al giro innecesario en busca de la página vacía, hueca.
Plantea la huida de un niño y su camino iniciático. Los que lo persiguen a una distancia violenta y casi mortal, agresiva y humillante. El poder se ejerce de manera despótica, sin cortapisas.
Relato que recuerda, sin lugar a dudas, a grandes maestros en una geografía sin especificar y que hacen ambigua e intemporal la narración. Remite a un pasado no muy lejano, a una dictadura de supervivientes y de personas que se esconden como alimañas, en una lucha desesperada por sobrevivir: ocultarse de un sol que lo calcina todo; remite a un sur desconocido, un sur de un país no especificado. Un lugar retratado ya por el Delibes de Las ratas o de Los santos inocentes en cuanto a la descripción del paisaje o en cuanto al nexo inexorable que une al hombre con la naturaleza que tan magistralmente nos cuenta Delibes en Diario de un cazador.
La narración transcurre en sus páginas en una descripción sucesiva del paisaje, como un magistral director de fotografía que escogiese los paisajes más desolados, en una especie de comparación neorromántica con la naturaleza circundante; el relato es, de la misma manera, desesperanzador tanto para el niño, como para su maestro e improvisado amigo, el pastor. Violencia en las imágenes, un paisaje de ceniza, una encina solitaria, un olivo reseco que parece absorber toda la fuerza de una tierra que también sufre. Me recuerdan estos paisajes al inigualable maestro de la narración mexicana: Juan Rulfo o la desolación en el paisaje, unos personajes que sufren mientras huyen. Una Comala que es una tierra baldía y que no da la solución a ningún enigma que plantean los personajes, porque la tierra misma es el problema y la oscura solución, como un recordatorio macabro de ida y vuelta: In ictu oculi. Porque Pedro Páramo y El llano en llamas habitan en estas páginas en su concentrado lirismo, sin llegar a las cotas de Rulfo, cuya narración se encarna en el discurso lírico por el delicado carácter onírico de las imágenes que parecen residir en una nebulosa creativa que lo aleja de la narración literaria.
El relato se erige como una voz de supervivencia en un mundo precario, un mundo en crisis. La huida parece lo más lógico, aunque no sabemos el motivo por el que huye el niño, sin embargo, la huida insufla aire a la narración. Contrapunto a una realidad, la actual que se desvive en forjar unas normas cada vez más alejadas de lo natural, olvidando el principio barroco de que la realidad es un engaño, un engaño para el ojo, pero también para los sentidos. El niño aparece atrapado en una huida descarnada, a vida o muerte, pero se nos aparece como un ser que lucha por encontrar su libertad partiendo desde el más absoluto desconocimiento de la realidad circundante, como en esta vida precaria que nos empeñamos en disfrazar con objetos que nos alejen de ese sufrimiento de estar vivo.
Todos los personajes de la novela, con la excepción del cabrero y del niño, parecen pertenecer a ese mundo de vencedores o vencidos, movidos por una inercia de temores y amenazas, que no dudan en confabularse para delatar su precaria existencia en un lugar al que parece que no se accede mediante ningún mapa, tan solo mediante el discurso insobornable de un escritor que conoce bien la vida rural y su hermoso vocabulario, un léxico al que el lector medio actual no está acostumbrado, inmerso en lecturas urbanas y poses de indolencia y decadentismo literario, no real.
También se acerca el relato a la realidad tosca e hiriente que encontramos en las páginas del Cela más tremendista, el de La familia de Pascual Duarte, y la dureza y parquedad del vocabulario empleado. Un diálogo corto y directo para personajes que prefieren no hablar sino actuar ante el cainismo, la codicia o la pura maldad que parece mover a los personajes secundarios de este relato sorprendente.
Si me permiten la referencia cinematográfica, hablaría de los paisajes que aparecen en la inmensidad ardiente e inhóspita de la película La caza, de Carlos Saura, que recuerdan a estos paisajes resecos y maltratados por la sequía duradera de Intemperie.
Una narración brillante para tiempos oscuros en lo literario, dominio del lenguaje, figuras sorprendentes, en especial, las que juegan con la mezcla de lo rural y de lo moderno, como una llamada de atención ante la mezcla de dos mundos que están condenados a no entenderse jamás. Esta novela es un auténtico placer estético que afirma la precariedad vital de un mundo abocado a desaparecer.
Joaquín Fabrellas
Joaquín Fabrellas.
El autor nos plantea un hermoso relato esculpido del magma sin forma del lenguaje a la forma del artesano, consiguiendo el matiz preciso y justo, erigiendo un hallazgo en cada proposición narrativa. Sorprende en estos tiempos de mediocridad y grandes ventas un relato tan bien cosido, tan puro en su composición sin dar lugar al adorno gratuito o al giro innecesario en busca de la página vacía, hueca.
Plantea la huida de un niño y su camino iniciático. Los que lo persiguen a una distancia violenta y casi mortal, agresiva y humillante. El poder se ejerce de manera despótica, sin cortapisas.
Relato que recuerda, sin lugar a dudas, a grandes maestros en una geografía sin especificar y que hacen ambigua e intemporal la narración. Remite a un pasado no muy lejano, a una dictadura de supervivientes y de personas que se esconden como alimañas, en una lucha desesperada por sobrevivir: ocultarse de un sol que lo calcina todo; remite a un sur desconocido, un sur de un país no especificado. Un lugar retratado ya por el Delibes de Las ratas o de Los santos inocentes en cuanto a la descripción del paisaje o en cuanto al nexo inexorable que une al hombre con la naturaleza que tan magistralmente nos cuenta Delibes en Diario de un cazador.
La narración transcurre en sus páginas en una descripción sucesiva del paisaje, como un magistral director de fotografía que escogiese los paisajes más desolados, en una especie de comparación neorromántica con la naturaleza circundante; el relato es, de la misma manera, desesperanzador tanto para el niño, como para su maestro e improvisado amigo, el pastor. Violencia en las imágenes, un paisaje de ceniza, una encina solitaria, un olivo reseco que parece absorber toda la fuerza de una tierra que también sufre. Me recuerdan estos paisajes al inigualable maestro de la narración mexicana: Juan Rulfo o la desolación en el paisaje, unos personajes que sufren mientras huyen. Una Comala que es una tierra baldía y que no da la solución a ningún enigma que plantean los personajes, porque la tierra misma es el problema y la oscura solución, como un recordatorio macabro de ida y vuelta: In ictu oculi. Porque Pedro Páramo y El llano en llamas habitan en estas páginas en su concentrado lirismo, sin llegar a las cotas de Rulfo, cuya narración se encarna en el discurso lírico por el delicado carácter onírico de las imágenes que parecen residir en una nebulosa creativa que lo aleja de la narración literaria.
El relato se erige como una voz de supervivencia en un mundo precario, un mundo en crisis. La huida parece lo más lógico, aunque no sabemos el motivo por el que huye el niño, sin embargo, la huida insufla aire a la narración. Contrapunto a una realidad, la actual que se desvive en forjar unas normas cada vez más alejadas de lo natural, olvidando el principio barroco de que la realidad es un engaño, un engaño para el ojo, pero también para los sentidos. El niño aparece atrapado en una huida descarnada, a vida o muerte, pero se nos aparece como un ser que lucha por encontrar su libertad partiendo desde el más absoluto desconocimiento de la realidad circundante, como en esta vida precaria que nos empeñamos en disfrazar con objetos que nos alejen de ese sufrimiento de estar vivo.
Todos los personajes de la novela, con la excepción del cabrero y del niño, parecen pertenecer a ese mundo de vencedores o vencidos, movidos por una inercia de temores y amenazas, que no dudan en confabularse para delatar su precaria existencia en un lugar al que parece que no se accede mediante ningún mapa, tan solo mediante el discurso insobornable de un escritor que conoce bien la vida rural y su hermoso vocabulario, un léxico al que el lector medio actual no está acostumbrado, inmerso en lecturas urbanas y poses de indolencia y decadentismo literario, no real.
También se acerca el relato a la realidad tosca e hiriente que encontramos en las páginas del Cela más tremendista, el de La familia de Pascual Duarte, y la dureza y parquedad del vocabulario empleado. Un diálogo corto y directo para personajes que prefieren no hablar sino actuar ante el cainismo, la codicia o la pura maldad que parece mover a los personajes secundarios de este relato sorprendente.
Si me permiten la referencia cinematográfica, hablaría de los paisajes que aparecen en la inmensidad ardiente e inhóspita de la película La caza, de Carlos Saura, que recuerdan a estos paisajes resecos y maltratados por la sequía duradera de Intemperie.
Una narración brillante para tiempos oscuros en lo literario, dominio del lenguaje, figuras sorprendentes, en especial, las que juegan con la mezcla de lo rural y de lo moderno, como una llamada de atención ante la mezcla de dos mundos que están condenados a no entenderse jamás. Esta novela es un auténtico placer estético que afirma la precariedad vital de un mundo abocado a desaparecer.
Joaquín Fabrellas
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