FABRELLAS, JOAQUÍN (2014): NO HAY NADA QUE HUYA
JAÉN, PIEDRA PAPEL LIBROS, COLECCIÓN CAJA DE
FORMAS
SERGIO R. FRANCO
Nueve
años después de publicarse su último libro de poemas, Animal de humo, con el que ganó el Premio de Poesía Joven La
Manzana Poética, la incipiente editorial jiennense Piedra Papel Libros saca a
la luz un nuevo poemario de Joaquín Fabrellas, No hay nada que huya, título tomado del poema «A las golondrinas»
de Claudio Rodríguez. Celebramos hoy, por lo tanto, dos buenas noticias: por un
lado, la firmeza y vitalidad con que da sus primeros pasos un nuevo proyecto
editorial de carácter independiente, en este caso dirigido por el infatigable Juan
Cruz López, con sede en Jaén e interesado en editar la obra de poetas de esta
tierra; y por otro lado, la aparición de un libro escrito por unas de las voces
más personales e insobornables de las letras andaluzas.
Lo
primero que podemos afirmar de No hay
nada que huya es que resulta un libro a todas luces extraño, pues
difícilmente su poética puede adscribirse a alguna de las tendencias que, con
mayor o menor fortuna, recorren los caminos de la lírica española actual.
Estructurado en tres partes de desigual extensión («El hombre en bosques
antiguos», «Una furiosa heteronimia» y «Breve oceanografía»), vertebra el
poemario la voz alucinada de un loco, una voz que duda de su identidad, que se
desconoce, que se extraña de sí mismo y, a la vez, se asombra de todo lo que le
rodea, una voz que idea un nuevo lenguaje y trama con él un discurso al borde
del abismo del significado. Es el hallazgo de esta voz, que crea, recrea y
retuerce el lenguaje para reinventar, tal vez, el mundo, el rasgo más reseñable
del libro y lo que hace de él una obra tan singular.
Comparten
Joaquín Fabrellas y el primer Wittgenstein, el del Tractatus logico-philosophicus, una misma inquietud por las
posibilidades del lenguaje, sus infranqueables límites, lo que nos es dado
decir y, finalmente, lo que resulta absolutamente indecible, pero que, sin
embargo, puede ser «mostrado» a través de una doble posibilidad: confiando en
la capacidad expresiva del silencio o, y esta es la apuesta del autor,
encontrando nuevas formas de «decir» al enfrentar al lenguaje poético con
aquello que se niega a ser codificado, aquello que la torpe herramienta del
lenguaje ordinario es incapaz de cifrar. Y, en este sentido, Joaquín Fabrellas
construye un discurso poético marcado por la falta de lógica, por la
contradicción y la paradoja («un camino me llevó a ti/ no era un camino/ nunca
llegué a ti», «pusimos palos de escoba o de encina/ para hacer los pilares más
sólidamente frágiles,/ más vidriosamente de hierro»), forzando incluso la
sintaxis con el fin de desarticular ese otro discurso convencional, propio de
lo que Julio Cortázar llamaba La Gran Costumbre, el discurso que sostiene al
poder, el discurso utilizado por las ideologías que interpretan por todos nosotros
la realidad («aprenderé a odiar vuestros inventados nombres/ el idioma que
pretendéis», «no reconozco vuestra realidad/ yo quiero ver la realidad cuando
no la ve nadie»). Es por esto que la voz del loco supone una actitud de
desacato frente al mundo, un acto de rebelión individual contra el sistema que
han levantado los hombres cuerdos y que coarta, entre otras libertades, la
expresiva. Así, Joaquín Fabrellas, a través de las palabras del demente, no
deja de mostrar a lo largo de todo el poemario un profundo escepticismo con
respecto a las verdades inventadas por el hombre:
«si yo soy el poeta
soy la piedra la mierda
el poema: la sucesión
invicta de todas las frases no escritas
la sustancia de todos los actos no ocurridos
venid a vencerme hombres
no creeré en vosotros»
Un
escepticismo que, además, denuncia el origen y el destino final del hombre, su
futilidad, su contingencia, su vacío («soy la invitación a la nada/ os incito a
sumergiros/ soy la prueba de que existo/ a través de espejos analfabetos/ no
busquéis ninguna luz/ os mintieron al nacer/ os dijeron que fueseis felices/
que compraseis caballos de escayola/ dibujad paisajes habitables/ pero seréis
la nada»). Desde luego, frente a este nihilismo, su simpatía se sitúa del lado
de la pureza que representa el mundo natural, en concreto, sus criaturas,
capaces de oponer a las creaciones artificiales del hombre la sencilla vía del
instinto («me encontré con los animales/ me indicaron otro camino/ el camino
bajo el agua/ el que pasa cerca del aire/ el que te quita el aliento»).
Por
otra parte, una de las claves fundamentales que explican el proceso creativo
que ha llevado a cabo el autor y, tal vez, el objetivo último de No hay nada que huya, la encontramos en
el breve poema que abre el libro:
«Ya sé el lenguaje de los pájaros
desperté no sabiendo quién era:
recordé ser la ceniza»
Ese
lenguaje que va hilvanando el loco a lo largo del poemario, su discurso
poético, es el «lenguaje de los pájaros» del que hablaba José Ángel Valente
(quien aparece citado al comienzo del libro) en su obra ensayística Variaciones sobre el pájaro y la red. En
ella, Valente reflexiona, precisamente, sobre los límites de la palabra poética
relacionándola con el lenguaje de los místicos. Esa palabra poética, la del
loco, en este caso, o la del místico, supone una «experiencia extrema del
lenguaje» que conduce a su propia ruptura, a su acabamiento, pues, además, no
pertenece al discurso lineal del lenguaje convencional, y su fin no es otro que
el de arder (brillar) y calcinarse antes de volver al silencio original. La
lengua poética, por lo tanto, es la lengua primordial, aquella «que hablaba
Adán en el Paraíso», una lengua «en la que se ha operado la destrucción del
sentido». Como afirma Valente, en el poema queda en suspenso el lenguaje, «detenido
o deslumbrado por lo que en él se manifiesta» y, junto a él, también entran en
su disolución el espacio y el tiempo, lo que explica, por otro lado, la
estructura circular del poemario de Joaquín Fabrellas. Acaba No hay nada que huya con un poema
prácticamente idéntico al que da comienzo a la obra, dando así cuenta de un
tiempo suspendido, tal vez, de una especie de eternidad. Con respecto a esto
último, ya el autor apunta en la primera parte del libro a esa abolición del
tiempo: «no hay memoria de mi futuro/ permanezco en la hierba/ no recuerdo
ningún instante/ ni principio ni final/ no hay tiempo».
En
conclusión, No hay nada que huya de
Joaquín Fabrellas es un libro de lectura altamente recomendable para aquellos
lectores que no temen enfrentarse con un lenguaje desconcertado y
desconcertante, con una poética arriesgada y sugerente, con un poemario que, en
definitiva, plantea una investigación sobre el sujeto, sobre el sentido y sobre
la naturaleza del lenguaje poético, ese lenguaje que sortea los límites de lo
que puede ser dicho y que, probablemente, solo sean capaces de interpretar los
locos, los poetas y, claro, los pájaros.
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