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Cantinela para cuando apriete la calor. Juan Manuel Molina Damiani




Johanes Vermeer. Paisaje de Delft. 1660-1662.



CANTINELA PARA CUANDO APRIETE LA CALOR

Juan Manuel Molina Damiani

Para Fátima Linares y Pedro Luis Casanova


TRAE, cantinela, a quienes nos atormenta el paso de los días, la belleza del mundo, mucho más viejo que cualquiera de los que hoy lo habitamos, su belleza más humilde, la que lució esta semana, recién lavados sus colores, los mismos que los de un paisaje pintado por Vermeer.

A mi niñez, aquella tapia coronada de cascos de botellas, el balón que se tragó la maleza de aquel solar minado de ratas.

A mis hijos, la laña de hierro de una rueda de molino partida, la soberbia de un rayo que acabará pareciéndose a sus prepucios vírgenes.

Al laberinto del arte, lo que lo destruya hasta confundirlo con la vida.

Al banquero, el canto del chamariz el día del diluvio, la violencia de cuando sus ejecutivos intuyen que las monedas que atesoran apenas si valen su peso como chatarra.

A lo que hemos olvidado, la cabeza del verdugo, la que nunca perdona, decrépita como la muralla
donde el jerarca apontoca el cadalso.

A Chonita, la piel de la Niña Chole o esa canción sin escribir cuya métrica memorizarán mis sicarios, cuyo título dará nombre a un juego de naipes prohibido.

A mi madre, la bondad a la que puso nombre su paciencia de estrella, su belleza tranquila.

A las urnas, el voto de los indigentes de la democracia, el escombro y la mugre de un caserón que se derrumbara de pronto.

A mi padre, la memoria que despierta en mis hijos el día de su muerte, a hombros su ataúd llegando al patio de San Juan, el desfiladero de las nubes de aquella mañana mirándose en el espejo roto de mis ojos, el silencio donde habita, más alto que la nieve de mayo en Ventisqueros, este canto que su historia jamás necesitará para nada.

A las palabras del poder, el poder de esa palabra sin forma pero incapaz de mentirnos.

Al sufrimiento, un sol que se ponga pronto, una noche que se venza antes al sueño, una tumba sepulta entre maleza y olvido, ortigas y latas de conserva oxidadas.

A los mendigos de las puertas de las iglesias, el sueldo de los futbolistas de élite los años en que tampoco ganen su copa de mierda.

A la farsa de la literatura, la venganza de la poesía.

A quien celebra la locura pero sus palabras son las del cuerdo, ese sueño del que uno despierta con ánimo de farra, esta luz que humedece la llovizna de la niebla, la de esas tabernas donde nos refugiamos al bajar de los montes para bebernos el cansancio.

A los que nunca llegamos a nada, el comprobante de nuestro fracaso.

A la pereza, el color insulso de la soberbia o en el que deviene el remordimiento.

Al teléfono que suena a medianoche levantando a los que duermen, la serenidad de los asilos, la luz de los hospitales, la humillación de la comisaría.

A la arrogancia, la mirada amable del artista local que actúa en una asociación de vecinos ante jubilados y niños que no paran de reírse.

Al invierno, la vastedad de su túnel de nieve convertida en venganza, un cielo bajo y azul, su polvo de las eras congelado.

A las leyes de explotación corregidas, aquel artículo que hacía la delación obligatoria.

A los que hablan demasiado por teléfono, la semilla de un árbol cuyo fruto será una torreta de hierro.

A mi mujer, las mitologías de la aurora junto a mi cuerpo desnudo.

A quien me acuse de haber sido insincero, una canción que carezca de sentido, el chaparro donde la graja se esconde hasta que llega la noche que pudre las lenguas.

Al amor, sus excrementos y sales, el tedio de después y la impaciencia de sus vísperas, el placer de hacerlo a mediodía.

A la muerte, el arca que la contenga, los cuerpos de quienes se apropie con afán de salvarlos, el agua del caz por la que huye la plata vieja de la luna de mayo mirándome la pena.

Al malva de todos los días, el confeti de las fiestas que terminan en las cantinas de los mercados con chicas desconocidas que hablan con uno a cambio de dinero.

Al cómitre, su testamento de látigo, la empuñadura de cobre revestida de cuero donde su mano sudara, la derecha, a la que le falta el meñique.

Al payaso que fuera de sí alerta al auditorio de que la lona del circo la han prendido las llamas, la incredulidad de la chiquillería y sus acompañantes, todos ajenos a que pronto serán pasto del fuego, a que van a morir muertos de risa.

A la mujer que no logra llegar al orgasmo, el del hombre que intentaba retrasar el suyo sin conseguirlo tampoco.

A mis miedos, sus siete caballos de bronce montados por jinetes sanguinarios dispuestos a todo sin cobrarme la soldada.

A los que pasan hambre, una libra de pan empapada en aceite y sal fina de mesa, ya a punto la saliva de sus bocas.

Y a la desidia, el cadáver de un mulo flotando en la ciénaga, las aves carroñeras que aguardan la llegada del estío y el cazador que las acecha con munición de sobra apostado en los jarales.


9 de julio de 2014

Comentarios

  1. Juan Manuel M. Damiani es poeta y crítico con dos publicaciones de poesía: Salvoconducto y Tierra de paso, sobre esta última se puede consultar la crítica que apareció en la Revista Paraíso de la Diputación de Jaén en este mismo blog, bajo el título que da nombre al poemario.
    Es especialista en poesía española y crítico literario en diferentes medios, destacando su estudio sobre poesía jienense de posguerra, Aljaba y Advinge, así como otros muchos estudios sobre poetas españoles contemporáneos de la talla y la calidad de Diego Jesús Jiménez, cuya obra se recogió en el volumen La poesía de Diego Jesús Jiménez, publicada por la Universidad de Castilla La Mancha.
    Otros autores estudiados por Damiani van desde Antonio Gamoneda, Luis Cernuda o Francisco Ferrer Lerín.
    Este poema es una de las últimas producciones de Molina Damiani que aborda el tema de la fragilidad del éxito en una sociedad actual donde el discurso del éxito impera en cada una de sus facetas. Es una crítica mordaz ante el escándalo inerme de la falsedad del éxito.

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