Las oportunidades
La miró desde lejos subir a su
tranvía, inclinando la cabeza contra el viento, como una oscura señal de
interrogación sobre la nieve.
Graham Greene. El tercer hombre
Buenos Aires no está
ahí y surge del agua como un aparato acuático. Desde Colonia del Sacramento el
viaje en barco es alegre en la partida y más adelante se eterniza y se
convierte en prosaico. El agua de los viajes no entiende de entretenimientos,
se hace papiroflexia, es un trozo de globo terráqueo de la infancia, casi el
final del mundo.
Buenos Aires es un
engaño a la vista porque desaparece y el barco vira a tierra y te adentras en
los meandros lujosos de los suburbios con casas de madera, construidas en alto
por las crecidas del río.
Desde Montevideo es
un viaje largo, acuático y monótono. Salí de allí con la esperanza clara y una
cita, después de tantos años, quizá no fuera buena idea, pero a ninguno de los
dos le importaba.
No había estado nunca
en Buenos Aires y sin embargo la conocía muy bien por las lecturas: la Boca, la
calle Boedo, Florida, el Tortoni, el cruce entre Pellegrini y Córdoba,
Corrientes. Había paseado de la mano de Viñals, por los cuentos, por las citas
de éste con Sábato y sus largos paseos por San Telmo; me contó también cuando
conoció a Julio, allá por el 56, con su defecto en el habla, que no era una
influencia francesa, sino que no podía pronunciar las erres y su cara de niño
grande.
Montevideo había sido
una ciudad lujosa, ahora deprimente y olvidadiza, ya no recordaba los nombres
de las calles, sólo recordaba las dos señoras de la pensión cerca de la
estación y sus habitaciones inmaculadas, la reja en la puerta, el cuadro de
Gardel en la pequeña recepción de madera. Tarareaban una canción suya, repetida
al unísono por las dos o incluso moviendo los labios sin voz, cantando muy
bajito para no molestar a los imposibles huéspedes que yo dudaba que hubiese.
-¿Le gusta Gardel,
joven?-me dijeron.
-Sí, cómo no, cada
día canta mejor...
Y la sonrisa
complacida de las dos mujeres que me dieron la mejor habitación sin vistas. Vi
la cama y dormí.
Al día siguiente
comprendí que Montevideo era un espejismo: la Avenida de Italia engaña al
paseante con sus embajadas y sus flamboyanes de gustosa sombra; ese es un
Montevideo querido y amable, el más cosmopolita o cosmopólita, como decía una
amiga mía, pero me hacía tanta gracia que nunca se lo dije, preferí guardarme
la pedantería. Tuve que salir de allí. Onetti no era garantía suficiente para
permanecer en la ciudad más tiempo, ni rastro de él, incluso lo rechazaban,
quizá por su condición de apátrida madrileño, por su dejadez de humo y burlona,
no lo sé. Tuve que irme porque la tristeza de los árboles estaba empezando a
acabar conmigo y con mi ánimo.
La llamada y la huida
a Buenos Aires con poco dinero, hotel y un billete de vuelta me parecieron la
mejor solución, además la memoria de su cuerpo me hacía sudar, el leve recuerdo
de su nombre marrón y sus ojos de distancia marítima me hacían desearla como
antes de conocerla. De nada valía esconder ese deseo, no iba a aparecer con ningún
disfraz, iba a ser yo mismo, ella sabía para qué íbamos a vernos.
El hotel en Buenos
Aires estaba recién construido en los sesenta, lujoso y lleno de polvo, con una
amplitud de mármol y una frialdad de ceniceros de bola en largos soportes a la
altura de la mano para sillones reclinables. La moqueta roja de película
erótica no acababa nunca, era una especie de desprendimiento e inundaba todo:
pasillo, paredes, techos, todo menos las puertas de las habitaciones. La
habitación daba a un patio de luces oscuro y recóndito; residía en él una noche
siempre y un goteo de cañería bonaerense y pútrida. La mesilla de noche se unía
al marco de la cama. Abrí el frigorífico y me preparé un gin tonic que yo nunca
bebía, me acordé de lo que me dijeron en España: “ no he conocido a un solo
hombre que beba gin tonic y que no dé problemas”. Llaman a la puerta, es una señorita rubia
que me sobresalta porque pienso que va a entrar, me dice algo sobre el
pasaporte y me acuerdo en ese momento de que en el patio de luces hay una
fuente con enanos y ranas que croan de piedra, se va entonces con mi documento
y yo me recuesto y me enciendo un cigarro justo cuando descubro que no se puede
fumar en ninguna habitación roja, este hotel es obsceno y decido salir a la
calle.
Descubro algunas
librerías y a algunos amigos en los estantes, no abro ningún libro, ese no era
un viaje literario. La cita era por la tarde en el Tortoni, un tópico, ¿no? Me
diría ella más tarde, sí, pero era el sitio más seguro para empezar, todo con
un toque europeo de sobriedad, para empezar con palabras los actos amatorios
que terminarían en la alcoba, con palabras traducidas en actos, en dedos que
tocan reconociendo una geografía precisa y única, todo parecido a una felicidad
frágil y acuosa, con una voluntad de acabamiento y olvido para empezar de nuevo
el día siguiente sin conocernos, sin haber hablado y volver a hablar por
teléfono en una distancia de mapas lo que nunca nos quisimos decir, esto no se
parecía al amor, todo era próximo al orgullo, un homenaje a lo que nunca pudo
suceder.
Por eso estaba en
Buenos Aires, por eso había aparecido delante de mi y se había hundido y no
había nadie en el puerto, tampoco esperaba a nadie.
-Hotel Eibar, por
favor, calle Florida.
Sentí una gran
ilusión al saber que esa era la calle por donde paseaban Bioy y Borges en una
charla sostenida durante horas y supe que no los volvería a ver, pero ése no
era un viaje literario. Era un rastreo del olor, me sentía como un detective
sentimental, ridículo hubiese sido ponerse una gabardina en ese medio verano austral, en una primavera
de setiembre lúcido y volcánico.
Reconocía muchos
rostros de la calle, no sé por qué, pero
al extranjero le miran más a la cara, quizá porque el extranjero va perdido por
calles exactas y se inmiscuye en la rutina sin rutina del que pasea sin rumbo y
sin nada que hacer y es una revolución a cada paso. El extranjero mira la cara
y el cuerpo de las señoritas europeas e indígenas, mira a los niños que van al
colegio de la mano de sus padres, qué es lo que le hace sentirse extranjero si
todo es pulcramente igual, si hay un idioma igual y tan ajeno. Le gusta
sentirse foráneo, ese es el placer de los viajes, sentirse extraño en una
realidad diferente, en una atmósfera alegre y ordenada. A veces está en Europa
y camina por calles de París o pasa por delante de algún Ministerio de Madrid,
otras veces es Lisboa, pero descubre que los colectivos te llevan a Sudamérica,
que son el punto de entrada a una América pobre y mestiza, te introducen en una
realidad impuntual y nerviosa. Te dan un viaje por las calles españolas con
personas gesticulando que hablan de negocios por teléfono, una realidad de
coches americanos y poco a poco te encuentras en un escenario de teatro malo,
una realidad apuntalada, con puestos de fruta en cada esquina, con carteles que
anuncian todos los servicios imaginables, una realidad gris y un cielo metal.
Ahora hay más desorden. Bajo del colectivo y el mar al fondo, entro en un bar
del puerto, la Bombonera y las casas de colores para el turista accidental,
todo con una pátina de vigilada y peligrosa felicidad.
Entro en un
restaurante y dudo entre la carne y la pasta, la mejor pasta del mundo se hace
en Argentina, pienso, y me decido por una fuente de espagueti rodeados de una
pared de mantequilla que se va deshaciendo en su justa medida por el calor que
desprende la pasta. Tomo un vino andino.
Creo que ahora la
deseo con más fuerza, pero no estoy preparado para amarla, no sería capaz de
decirle nada, sólo se me ocurriría decirle que tiene ojos de celuloide, que se parece a una actriz de
los cincuenta, pero no sé si eso le gustaría, las mujeres de antes estaban
mejor hechas, entradas en carnes, ahora creo que se lleva una especie de
esqueleto metódico con aspecto desaliñado, patrones de belleza que no existen,
lo ambiguo. Decirle que me recuerda a Rita Hayworth morena, a una Gilda
porteña, pero quitándose los dos guantes, yo sabría apreciarlo.
Camino de vuelta,
haciendo tiempo hasta la cita. Las primeras palabras en las que nunca he sabido
sino sentirme incómodo, como si me faltase educación, el frío en el estómago
ante la inminencia del amor, todo decorado por la sonrisa del camarero,
sonriéndole a él en lugar de a ella que me mira sin palabras también, la magia
del momento, de compartir ese espacio y ese tiempo en un lugar concreto del
mundo, la alegría sin voz del reencuentro, recordando la última vez que nos
vimos, en Francia, también esa vez cerca del mar, cuando no nos amamos y
decidimos aplazar esa licencia para otro momento más adecuado, cuando no le
doliese a nadie, quizá nunca, mañana me marcho, ¿lo sabes? le diría, forzando
el encuentro entre las sábanas urgentes; tiembla mi voz por atreverse a decir
eso, la voz de los que dan todo en el momento, la voz que dice que lo has
dejado todo atrás por ese encuentro para intentar crear un principio imposible,
siempre me dio miedo amar a mujeres que no conocía bien.
Estás bárbaro, igual
que antes, me diría, quizá algunas arrugas más en el rostro, con esa sinceridad
de algunas mujeres al referirse al aspecto físico del hombre.
-Tú también, cada día
te pareces más a Rita Hayworth. Put the blame on me, babe. ..
-Tenés mala memoria,
la última vez me dijiste que me parecía a una Sofía Loren rusa...
-La última vez eras
rubia, Rita...
-No has cambiado
nada, el mismo pedante de entonces...
-Lo consideraré un
halago, Sofía...
-Ven, te llevaré a mi
casa.
Al final todo se
traduce en una habitación vacía, roja o no, no es importante, todo queda en ese
lugar de la memoria, donde nada ha ocurrido, sólo un hecho de la imaginación,
ni siquiera hubo una despedida. Yo no volví al hotel en toda la noche, me
imaginaba decir adiós entre lágrimas, ella desnuda y sentada en el borde de la
cama, con los cajones revueltos, en una subestructura abstracta y un cuerpo
concreto que lee un papel en blanco quizá por la distancia, pero que hablaría
de Niza, de Buenos Aires, de una rutina y de volver a empezar para ambos, pero
no hubo nada de eso. No lo había imaginado antes, lo hago ahora. Anduve toda la
noche de bar en bar desde que ella no vino, para qué llamarla, respondería con
una voz de película antigua e inútil pero amable y eso dolería más que no
hablar con ella. Pensar que fui a Buenos Aires a comprar unos libros, a
contemplar los edificios sobrios, huyendo de Montevideo, a ver caras hermosas y
a confundirme entre otros cuerpos parecidos.
J. Viñals me dijo que
era una ciudad triste y orgullosa, ahora comprendía por qué.
Mi barco de vuelta
salía esa mañana para Montevideo, yo no subí a aquel barco. Me quedé allí algún
tiempo más, pero ya nada era lo mismo.
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