Lisboa.
Alguien grita mi nombre en la estación de tren. Alguien se dirige a mí sin conocerme. Una mujer despeinada, con la cara cansada y el cuerpo doblado por la fatiga, me increpa, me dice que la siga; yo lo hago sin preguntar nada. La sigo por las calles miserables, por los adoquines fragmentados por la luz blanquísima que ilumina la enorme tarde de Lisboa, esa es su redención, la luz. Ando por calles que desconozco pero que ya había visto en otros libros, calles que me son familiares, quizá porque las une la tristeza del abandono y se parecen a las calles de Madrid, o de un París lejano, o de una capital de colonias alejada de Europa, no sé, yo había estado aquí antes.
La mujer me lleva a un edificio cochambroso, por mi aspecto no me podía llevar a otro lugar, la fachada muestra el cansancio de la ropa sucia, una antigua oportunidad de parecer nueva, las sábanas, las colchas, los trapos, la ropa interior raída pero pulcra, la honradez de la clase baja se muestra bien ordenada en balcones minúsculos donde aún se asoma la gente a echar un pitillo; alguien apura una botella, cantan alegres quizá por mi llegada, una especie de bienvenida que no tiene que ver con el alcohol ni con las citas improvisadas en los arrabales del puerto. El suelo tiembla a mi paso, la baranda metálica se comba cuando me apoyo y todo parece a punto de desaparecer, pero decide esperar otra década.
La plaza es oscura, rostros extraños me miran y me ofrecen hachís, un paseo; yo solo quiero salir de aquel laberinto, ver la otra ciudad, la que refulge en los recuerdos inventados del que no ha estado nunca aquí, Lisboa se va quedando a oscuras y paseo por el Chiado, por Bairro Alto, mientras escucho en los locales algún fado diseñado para que turistas nórdicos aplaudan las actuaciones de los camareros serviciales, que sirven cafés interminables en las minúsculas mesas de un centro que se esconde de sí mismo.
Pero solo contemplo la deformidad de aquel mendigo que todos conocen y con el que nadie habla y está allí solo sentado a la puerta de la Estación de trenes del centro, me dice algo, me enseña su carné y su foto de cuando era otro, ahora se ha convertido en eso que vemos. Lisboa es su metamorfosis.
Y termino la noche en el Hot Clube, yo vine aquí por el jazz. Solo.
El concierto es bueno. Esa noche no dormí. Lisboa no me esperaba en la cama.
J. Fabrellas
Alguien grita mi nombre en la estación de tren. Alguien se dirige a mí sin conocerme. Una mujer despeinada, con la cara cansada y el cuerpo doblado por la fatiga, me increpa, me dice que la siga; yo lo hago sin preguntar nada. La sigo por las calles miserables, por los adoquines fragmentados por la luz blanquísima que ilumina la enorme tarde de Lisboa, esa es su redención, la luz. Ando por calles que desconozco pero que ya había visto en otros libros, calles que me son familiares, quizá porque las une la tristeza del abandono y se parecen a las calles de Madrid, o de un París lejano, o de una capital de colonias alejada de Europa, no sé, yo había estado aquí antes.
La mujer me lleva a un edificio cochambroso, por mi aspecto no me podía llevar a otro lugar, la fachada muestra el cansancio de la ropa sucia, una antigua oportunidad de parecer nueva, las sábanas, las colchas, los trapos, la ropa interior raída pero pulcra, la honradez de la clase baja se muestra bien ordenada en balcones minúsculos donde aún se asoma la gente a echar un pitillo; alguien apura una botella, cantan alegres quizá por mi llegada, una especie de bienvenida que no tiene que ver con el alcohol ni con las citas improvisadas en los arrabales del puerto. El suelo tiembla a mi paso, la baranda metálica se comba cuando me apoyo y todo parece a punto de desaparecer, pero decide esperar otra década.
La plaza es oscura, rostros extraños me miran y me ofrecen hachís, un paseo; yo solo quiero salir de aquel laberinto, ver la otra ciudad, la que refulge en los recuerdos inventados del que no ha estado nunca aquí, Lisboa se va quedando a oscuras y paseo por el Chiado, por Bairro Alto, mientras escucho en los locales algún fado diseñado para que turistas nórdicos aplaudan las actuaciones de los camareros serviciales, que sirven cafés interminables en las minúsculas mesas de un centro que se esconde de sí mismo.
Pero solo contemplo la deformidad de aquel mendigo que todos conocen y con el que nadie habla y está allí solo sentado a la puerta de la Estación de trenes del centro, me dice algo, me enseña su carné y su foto de cuando era otro, ahora se ha convertido en eso que vemos. Lisboa es su metamorfosis.
Y termino la noche en el Hot Clube, yo vine aquí por el jazz. Solo.
El concierto es bueno. Esa noche no dormí. Lisboa no me esperaba en la cama.
J. Fabrellas
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