La Habana. 2001.
Cuando llegué a La Habana me golpeó el calor. Sería ese un primer aviso. La mezcla de humedad caribeña, los rostros sudorosos en el aeropuerto que buscaban clientes, a poder ser, europeos ricos para dirigirlos a un lugar que no sería el que ellos habían escogido. "A la Plaza vieja", le dije al taxista negro que se rió de mí nada más escucharme. "No chico, lo siento, no te voy a llevar allí, no llegarías a la puerta del hotel", y mostró sus dientes blancos en el espejo retrovisor. Eso era Cuba, una mirada al retrovisor. Todo lo que ya no existía estaba allí sin haber sufrido la merma del tiempo, sin problemas de coexistencia con el presente. La Cuba pobre, y aquella próspera que afectaba solo a los residentes del aparato político.
Cuando llegué a La Habana me golpeó el calor. Sería ese un primer aviso. La mezcla de humedad caribeña, los rostros sudorosos en el aeropuerto que buscaban clientes, a poder ser, europeos ricos para dirigirlos a un lugar que no sería el que ellos habían escogido. "A la Plaza vieja", le dije al taxista negro que se rió de mí nada más escucharme. "No chico, lo siento, no te voy a llevar allí, no llegarías a la puerta del hotel", y mostró sus dientes blancos en el espejo retrovisor. Eso era Cuba, una mirada al retrovisor. Todo lo que ya no existía estaba allí sin haber sufrido la merma del tiempo, sin problemas de coexistencia con el presente. La Cuba pobre, y aquella próspera que afectaba solo a los residentes del aparato político.
La ciudad estaba pobremente iluminada, los semáforos marcaban un código que daba un aire familiar al visitante, ausencia de tráfico y gentes por las calles que miraban sorprendidos las luces del taxi soviético que apuraba el asfalto de las calles del Centro; la vegetación se acercaba a los lados de la carretera con afán de instalarse en el duro alquitrán. El Malecón huele a sí mismo, a ratas y cucarachas, y a sexo. En el cansancio no escuchaba lo que decía el conductor, aquello consabido de los futbolistas de moda hace unos años en España, ya ligeramente obsoletos, la forma de hablar de los españoles, la madre patria, todo era bastante difícil de creer, sonaba a discurso vacío.
Mientras contemplo la entrada al Barrio Chino, los baches, la Plaza Vieja , la Catedral tan española, andaluza, y aquel Capitolio copia del americano, el bochorno, la parsimonia caribeña; bajo del coche y me dirigen a una cuarta planta enrejada donde un gordo se secaba la frente con un pañuelo sucio mientras un grupo de niños se acercaban a la puerta para comprobar la pulcra limpieza del turista blanco venido del otro lado de ese charco que todos quieren cruzar para empezar un futuro que Cuba les niega.
La casa estaba demasiado llena, de todas formas aquel lugar apestaba a gasógeno, una especie de fuel adulterado que fabrican en talleres ilegales los ciudadanos de este país, todo lo hace funcionar este mejunje, hasta parece meterse en la comida por el olor tan fuerte que desprende y se mete en la saliva y el sudor, la orina, en el pollo con frijoles, en el aceite aguado y de pésima calidad con el que cocinan.
Al final dormí en un cuchitril en el que me acosté a las cinco de la tarde, noche caribeña, escuchando la radio cubana con la voz del locutor que parecía un barítono sin trabajo, desperté pronto, fui al baño y allí me encontré a una jinetera negra sentada en la taza del váter, era como un helado de chocolate encima de una taza minúscula y blanca, una escultura delicada que se limpiaba después de usar el baño, no miré más y pedí disculpas en silencio por la irrupción.
Ese fue el segundo golpe, La Habana era más triste de lo que me imaginaba.
Joaquín Fabrellas
Al final dormí en un cuchitril en el que me acosté a las cinco de la tarde, noche caribeña, escuchando la radio cubana con la voz del locutor que parecía un barítono sin trabajo, desperté pronto, fui al baño y allí me encontré a una jinetera negra sentada en la taza del váter, era como un helado de chocolate encima de una taza minúscula y blanca, una escultura delicada que se limpiaba después de usar el baño, no miré más y pedí disculpas en silencio por la irrupción.
Ese fue el segundo golpe, La Habana era más triste de lo que me imaginaba.
Joaquín Fabrellas
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